


regreso
Minuto Eterno
Aún recuerdo con emoción el misterioso y poético relato acerca del plagio de Luis Santander en mi pueblo natal. Cuando al calor del hogar lo escuchaba en mi niñez de los labios de gente vieja, mi interés se mantenía en suspenso y cuando me retiraba a mi estancia, desfilaban en mi memoria aquellos bandidos deslumbrantes de plata que acaso rondarían nuestra casa con aviesas intenciones, mi sueño de niño huía. Quiero contarlo como lo oí y protesto fielmente que es verdad todo lo acontecido.
Una hermosa mañana de tiempo de aguas en que el cielo está nublado y lloroso y un aire sutil y fresco se respira con un deleite, un sábado de agosto de 1880, don Antonio Santander, personaje influyente en la provincia, acompañado de sus más adictos amigos, se trasladó a las orillas del Lerma, que cruza por Salamanca, con el objeto de pasar un día campestre.
Después de la comida, que fue suculenta y rociada a más no poder con buenos vinos, dada la libertad del anfitrión, se pusieron los convidados a recorrer las márgenes del río al galope de sus buenos caballos. Con estos entretenimientos y otros ejercitando su puntería en el tiro al blanco, puesto sobre los sabinos centenarios que se reflejan mirando en el agua su vejez carcomida, dispersáronse, aprovechando la tarde que, a pesar del temporal, presentábase tranquila.
El hijo de don Antonio, gallardo joven de 18 años, se sintió indispuesto después de comer y se acercó a su padre pudiéndole la venia de retirarse y recuerdan algunas personas que presenciaron el incidente, que don Antonio le contestó:
-Espérate y tomas un baño en el río. Apenas si son las tres. Pero Luis se quejó de un obstinado dolor de cabeza y subiendo a su cabalgadura comenzó a vardear el río en dirección a la casa.
Daban las oraciones con sus dobles largos y pausados, llenas de melancolía despidiendo al día muriente; los ganados regresaban con los pastores y los carros volvían del campo, cuando terminó la reunión. Don Antonio volvió a su casa hasta las diez de la noche, hora en que el sereno con su escalera en hombros apagaba los faroles y las calles se quedaban como boca de loto. Para transitar por ellas era necesario llevar una linterna de mano con el objeto de precaverse de algún atraco. Los silbatos de los serenos a esa hora se reproducían como una contraseña para cuidar del orden y el sonido era profundamente melancólico. El toque de silencio de la Penitenciaría ululaba infinitas tristezas. Doña María, esposa de don Antonio, salió a su encuentro interrogándole:
-Antonio, ¿Dónde está Luis?
-Me extraña tu pregunta: el muchacho desde las tres de la tarde se volvió, diciendo que se encontraba enfermo.
-Oh; con seguridad le ha sucedido algo - replicó la madre -. Tú te das cuenta de su conducta; si se tratara de un hijo menos formal que como es, quizá viera el asunto con más tranquilidad. Don Antonio no le concedió mucha importancia a aquello, quizá se trataría de algún pasajero retén que detenía al mancebo lejos de su casa; cosas de la edad.
Pasó la noche cruel para la madre, eterna de angustia. Con el oído alerta, cada ruido le hacía incorporarse. Muchas veces se levantó percibiendo pisadas, exploraba las tinieblas de la calle preñada de sombras y retorcía sus manos, hasta que amaneció el día. Los criados fueron comisionados para indagar su paradero y todos regresaban con las mismas nuevas y el mismo desaliento: A don Luis nadie lo había visto penetrar por las calles adyacentes al río, ninguna persona daba razón de él. Con esto don Antonio se alarmó, recorrió todos los lugares en donde pudiera estar su hijo y volvió a la casa sin ningún consuelo que ofrecer a la bondadosa compañera y antes bien, sintiendo frío en el alma como presagio de tremenda desdicha.
Por la calma provinciana corrió la nueva que llegó al corazón de los padres haciéndolos enmudecer de espanto. La gente repetía algo como presentimiento que quizá sería un aviso: plagiaron seguro a Luis Santander .
Así pasaron dos días de crudelísima angustia. Ni un indicio, ni una noticia; las informaciones y búsquedas en pos del joven no cesaban. La madre sufría atrozmente sintiéndose morir; únicamente la tenía en pie la terrible tensión de nervios; dijérase sostenida por el mismo dolor. Por fin una noticia acabó de convencer de la triste verdad.
Una persona lo había visto: el doctor López caminaba la noche en que acaeció la desaparición, rumbo a Irapuato, acompañado de un mozo y en sendos caballos.
Serían las once de la noche y, a pesar de la tarde quieta y apacible, prometía una fuerte tempestad. Había en el cielo alguna claridad lunar que querían opacar densos nubarrones. El trueno comenzó a retumbar a lo lejos y los relámpagos, primero a grandes intervalos y por último continuados reciamente, indicaron la proximidad de la tormenta. El viento frío de la lluvia azotaba los rostros de los caminantes que se atrevían a
Desafiar el aguacero. Por fin comenzó a llover.
Así caminaban lo más aprisa que les permitía la tormenta, luego se detenían porque perdían el camino, cuando de pronto los caballos comenzaron a detenerse no obedeciendo la brida y por fin retrocedieron, parando las orejas y en el cuerpo un extraño temblor, signo que no falla en los animales cuando presienten el peligro.
El médico y su mozo prepararon sus armas; sin embargo, espolearon a los caballos, y calados por la lluvia, prosiguieron.
A la vuelta de un recodo se presentó a sus ojos un cuadro aterrador.
Era un grupo como de cincuenta hombres, todos vestidos de charro y cubiertos con cobijas, montados en magníficas cabalgaduras. El relámpago con su luz blanquísima, dejó ver por un momento el brillo de los sombreros galoneados, restos seguramente de aquellos plateados del tiempo de la Reforma y, al fulgor de instante, el doctor percibió que en medio de aquella procesión fantástica llevaban a Luis Santander, con las manos amarradas por la espalda y con la frente vuelta a la grupa del animal, como para despistar a la víctima.
Los bandidos bajaron prontamente de los caballos y se acercaron al médico y a su acompañante.
Y cuál sería el asombro de los pacíficos viajeros, cuando aquellos hombres temibles se arrodillaron en el camino, diciéndoles:
-Padrecito, échenos la bendición.
Aprovechando la situación que la Providencia le deparaba, el médico repuso alzando la mano:
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El que estaba más próximo y probablemente el capitán de aquella cuadrilla lo interrogó:
-Padrecito, ¿va a una confesión?
-Si hijo, aquí adelante; pero dejen en paz a ese pobre, tengan piedad de él.- Y al decir aquello se fijó en el joven, que al percibir la voz la reconoció al instante, pues que se estremeció.
-Déjenos padrecito -- le contestó el bandolero-. Usted asistiendo moribundos, nosotros despachándolos al otro patio. Cada quien en su oficio.
los bandidos se fueron alejando y ya repuesto de aquella singular aventura, el médico comprendió que debía su vida a la manga de hule tomada como vestido talar y al sombrero semejante a los de los curas rurales: lo habían tomado como tal y habían respetado su existencia...
Cuando hubo terminado su narración, doña Maura se había desmayado sobre el sofá. La certeza de que su hijo estaba en poder de los plateados aserraba cruelmente se corazón y amenazaba acabar con aquella vida.
¿Qué hacer? ¿A quien ocurrir?
Don Antonio se dirigió al jefe político para que, con los serenos que había y que eran ocho y con los pocos hombres de buena voluntad que mal se armaron, se intentara algo. Los tiempos aquellos en que no había los adelantos de la época, favorecían los intentos criminales y nada se pudo conseguir.
Transcurrieron dos días más. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
habían sonado ya las diez hacía mucho tiempo; el huracán bramaba azotándolo todo; las calles estaban desiertas y las puertas cerradas, ante las cuales se amontonaba la basura barrida por el viento sin cesar; sólo en la casa de Santander el amplio zaguán, iluminado escasamente por la vela de sebo puesta en la farola, denotaba el velar angustioso de sus habitantes. En la puerta, de pie, quedaba doña Maura.
¿Qué hacía en aquella hora? ¿Esperaba algo?
Ella misma no lo sabía. Así había permanecido muchas horas, explorando la oscuridad, atenta como un centinela. El aire frío azotaba su rostro, pero ella semejaba la estatua de la desesperación, muda y trágica; tan sólo tenían sus labios el suave movimiento de la plegaria.
De improviso una pobre vieja quedó ante ella, una mendiga.
-Niña-le dijo-, socórrame por el amor de Dios.
Doña Maura se quedó contemplándola; ¿era posible que todas las escaseces y miserias pudieran compararse a situación? Sin embargo, quiso ejercer la caridad, creyendo que aquella buena acción redundaría en beneficio del hijo desaparecido.
-Espérame, voy a traerle algo.
Y se alejó al interior de la casa, rumbo a la cocina y los pasos hacían eco en la mansión muda y llena de sombra.
Cuando volvió con la caridad destinada a la pordiosera, ésta no estaba ya. Se asomó dona Maura a la puerta y nada percibió, ni tan siquiera el ruido de los pasos. Entonces sintió miedo y al cerrar la puerta la encontró en el umbral una carta. Tómala vivamente y, acercándose a la farola que producía una luz próxima a extinguiese, la leyó de una vez. La carta estaba concebida en estos términos, con pésima ortografía:
Si usted quiere la libertad de don Luis Santander, reúna cinco mil pesos para el próximo sábado. Debe tenerlos en oro y en talegas y llevarlos antes de la ocho de la noche a la iglesia parroquial. A esa hora entrará una limosnera y al verla, debe usted abandonar el dinero y salir del templo sin volver atrás la vista. El dinero deberá ponerlo junto al primer confesionario de la derecha, entrando de la puerta que da al parían donde se venden las cañas. Si alguien está con usted, no le entregaremos a su hijo: debe, pues, ir sola, advirtiéndole que si quiere ponernos un cuatro, aténgase a las consecuencias, que serán terribles.
Dona Maura sintió que algo muy superior a su voluntad la anonadaba: aquello era más penoso de lo que ella podría soportar.
Con todo ahínco, con el ansia de que la vida estaba de por medio, se propusieron los atribulados padres reunir la suma, que era muy crecida para aquellos tiempos, y como les hiciera falta alguna regular cantidad, todo el vecindario se prestó a ayudarles, así como el señor cura don Ramón Fuentes y las congregaciones piadosas, pudiendo completar la suma. En los templos se puso un cepo en el cual se leían estas frases: Una limosna para el rescate de don Luis Santander.
Llegó por fin el sábado. Don Antonio Santander estaba lleno de furor:
¿Era posible doblegarse ante las condiciones impuestas por los bandidos?
-Aunque no quieras Maura-dijo a su esposa-, tengo que acompañarte hasta la esquina de la Parroquia con hombres resueltos y bien armados. Tú penetrarás al templo, pero si pasan diez minutos y no sales, pistola en mano me dirijo a buscarte aunque me maten. ¡Si pensarán plagiarte a ti también!
Doña Maura lo disuadía angustiada.
No, por Dios; hazlo por nuestro hijo. Nada me pasará, confía en Dios como yo lo hago, entreguémonos en sus manos.
Y era tan ardiente su súplica y tan convincente su temor, que don Antonio accedió: a nadie avisaría pues, pero no marcharía sola, él estaba para sacarla a balazos del templo.
A las siete y media dadas, salieron aquellos infortunados padres rumbo a la Parroquia. En la e quina de la calle del Meridiano quedó Santander, como punto estratégico para observar perfectamente las dos entradas de la iglesia: la mayor y la del costado. El templo, con su torre cuadrada, destacaba su arte de Churriguera en las tinieblas misterioso e impotente. La señora sosteniendo a duras penas el saco de oro que se ocultaba entre los pliegues del tápalo, penetró al interior.
Casi nadie se encontraba en la iglesia. Sobre el altar mayor la imagen de San Bartolo, patrón titular de Salamanca, resplandecía rodeando de cirios que luchaban por vencer la lobreguez del lugar. Doña Maura se acercó con desconfianza al confesionario: ¿habría en él alguien apostado? Ya le parecía ver dos ojos brillando en el obscuro hueco. Hincóse, poniendo el saco sobre uno de los costados con gran precaución para no hacer ruido. Por fin pudo reclinarlo. La oración subió necesariamente a sus labios y comenzó a suplicar con toda la fe de sus mayores, con toda la devoción que pudiera ser capaz de sentir, con la desesperación tremenda de quien teme perder un hijo. Una idea espantosa cruzó por su mente. ¿Quién le aseguraba que entregarían sano y salvo a Luis? ¡Qué candidez en confiar en aquellos desalmados! ¡No sólo, sino que ni les convenía, dado que Luis pudiera denunciarlos!- ¡Jesús, ten piedad de mi!... ¿No sería un plan encaminado para robarlos, para despojarlos, para hundirlos en la misericordia de una madre! Quizá a esa hora Luis habría muerto; sí, estaba segura; ya lo habrían matado, así se lo decía su corazón. Con la voz enronquecida por la angustia; guturalmente profirió: Señor Dios, virgen María, sostedme, porque me muero.
Y volvía la idea: -¿Cómo confiar en aquellos desalmados?
Sonaron unas campanadas en lo alto de la torre.
Por asociación de ideas vino otra sugestión a aniquilarla:
- Ya dieron las ocho - dijo dialogando consigo misma -. Legara recuerdo que se atrasa con frecuencia. ¡Qué barbaridad, qué torpeza, qué irremediable descuido! ¿Por qué no puse en esto todo cuidado, si se trataba de salvar a mi hijo? Señor Dios ¿estoy en lo justo? ¿si es cierto verdad? Llegué tarde, muy tarde, es ya muy tarde. Señor ¿por qué dieron las ocho. . .?
Y en un momento trágico en que sus nervios se exaltaron hasta el máximum, vió con indecible terror, como confirmación muda a sus pensamientos, que el sacristán se adelantaba por las naves del templo haciendo resonar las llaves que pendían de sus manos, en tanto que levantaba a la gente devota rezagada.
- Ya es la hora de cerrar - decía -. Váyanse ya.
Llegó ante un mujer que sentada se encontraba dormida con el niño en el regazo. Sobresaltada se incorporó al despertarse y medio envuelta en el rebozo salió apresuradamente.
Dona Maura lo veía llegar. Al fin se le acercó abordándola.
- Por favor, señora: voy a cerrar ya.
Doña Maura articuló desfalleciente, agarrándose a una remotísima esperanza:
- Un momento, se lo suplicó, le prometo una gratificación.El sacristán se alejó volviendo al presbiterio y plácidamente comenzó a apagar las luces. Apenas se distinguía la iglesia solamente alumbrada por la débil luz procedente de la lámpara del Santísimo que arde sin cesar. Los santos se perdían en la sombra de las hornacinas, los detalles se esfumaban y todo adquiría un ambiente tétrico y pavoroso. Dona Maura retorcía las manos con angustia, sintiendo que el aliento le faltaba; pero supo sobreponerse
-¡Madre mía, Señor dios!.y su boca, con sequedad insoportable, no articulaba completa la oración. Por fin comenzaron a sonar los dobles de las ocho, majestuosos, tremendos. Dona Maura respiró y, al hacerlo, enjugó el sudor que corría bañando su frente.
Oyó al mismo tiempo el golpe seco de un bordón; volvió la vista y vió a una mendiga, a la misma pordiosera de la carta; ahora la reconocía, con su cara de hombre y sus miradas recelosas, acercándose toda envuelta en harapos. ¡Bendito Dios! ¿Sería quien aguardaba? No quiso esperar más. Hacia el altar voló su pensamiento. - Ahí dejó ese dinero, Señor, ayúdame. Persignóse prontamente y salió de la Parroquia, temiendo caerse.El aire húmedo la hizo a la esquina en donde esperaba su marido.-¡Bendito Dios! Cinco minutos transcurridos - le dijo éste -; ya comenzaba a inquietarme.
¿Cinco nada más? Para dona Maura aquellos momentos habían sido siglos.
Se tomó vacilante del brazo de don Antonio y se dirigieron a la casa.
-¿No viste entrar a nadie? - Interrogó la esposa.- A nadie vi - le contestó don Antonio -; y mira que estaba en la esquina y, por consiguiente, observaba las dos entradas del templo.
- Estarían apostados en el atrio. Y dime, ¿por qué querían en la iglesia el dinero?
- Para asegurarse la impunidad. En cualquier sitio podrían comprometerse y ser vistos. ¡Bribones! Si no fuera por mi hijo, habríamos dado cuenta de ellos.
- Confórmate, Antonio, y abriga en tu corazón este tremendo dolor. Mi razón me dice que no volveremos a ver a Luis.En esa noche, de igual velar que las anteriores, doña Maura permanecía de hinojos en el oratorio de su casa en donde llena de cirios y plena de flores destacaba su blancura la Inmaculada. - Señora: tened piedad de una madre. Vos también perdísteis a vuestro Hijo por tres días. Comprendéis mi dolor. Sostenedme y ayudadme. Y las preces con las lágrimas se confundían.
Daban las tres de la madrugada, cuando unos golpes fuertes en el zaguán alarmaron la casa. Al abrir prontamente, Luis Santander, entrando, se arrojó en brazos de sus padres. La madre dio un espantoso grito salido del fondo de su corazón y sólo articuló:-¡Gracias, Dios de mi alma! - Y cayó inerte, desmayada de júbilo.Si alguna vez se aventura algún curioso turista por el cerro de La Ordeña , en las cercanías de Salamanca, Estado de Guanajuato, y busca la célebre Cueva de Torres , famoso albergue de bandoleros desde tiempo inmemorial, casi escondida entre las peñas, hallará entre las paredes de la gruta, muy al fondo, un letrero escrito con mano temblorosa, que se explica por la sinuosidad de los renglones, que dice:
AQUÍ ESTUVO PLAGIADO LUIS SANTANDER AÑO DE 80