


regreso
Regogium Pecastorum
Hace muchos años oí una conseja que posteriormente me han referido con todo detalle. El señor obispo don Ignacio Arciga se complacía en repetirla con calor, y aún existen personas que aseguran como absolutamente verídica esta narración.Desde el año de 1840 no había habido en la entonces villa de Salamanca visita pastoral, hasta el año de 1872, en que el mismo señor Arciga, deseando mover a fervor los corazones creyentes, congregó a los fieles para unos ejercicios piadosos que deberían tener lugar en el templo de las Tres Caídas.
Con el objeto de dar alojamiento completo para todos los ejercitantes que acudieron al retiro espiritual, que debería durar ocho días, aislados del mundo y en prácticas piadosas, abríose una puerta de comunicación con las casas que después fueron de la familia Domenzáin, y con las subsecuentes, de tal manera, que casi fue media manzana el local ocupado hasta el Teatro Juan Valle , dado el crecido número de hombres que acudieron al llamado episcopal.Hacía ya un día que se habían cerrado las puertas, que no podrían abrirse para nadie hasta pasados ocho, cuando encontrose en una de las piezas un hombre, que se había despertado de terrible embriaguez que lo había ido a parar a aquel sitio, ni si otras personas lo habrían conducido. Como de costumbre, se había emborrachado hasta quedar sin sentido y, de pronto, volvía a su acuerdo entre las paredes grises de un templo y en un ambiente de incienso y de plegarias que en absoluto cuadraban con su vida.Era un hombre de 45 años llamado. . . . . . (pero esto me lo callo, para no herir susceptibilidades y en atención a que todavía quedan parientes de tal persona); supongamos que respondía al nombre de don Fermín Hernández; siempre lo vieron con una cuerda terrible, entre garitos y casas non sanctas.
Tramposo, blasfemador, enemigo de todo orden, gozando de la peor fama, toda su vida la había pasado en un desorden continuo; ¿cómo no extrañarse él mismo de encontrarse en un lugar del todo ajeno a sus tendencias?Atardecía. El hombre se incorporó. Llegaban hasta él murmullos de rezos procedentes de la contigua iglesia. Aquel ambiente lo contagió por un momento, volvió los ojos a un muro y se quedó mirando fijamente un óleo. La Virgen de los Dolores, con sus siete puñales, mostraba su palidez, destacada en los grandes pliegues del manto, tan inmenso como su duelo, como dijo un poeta cristiano, mientras de los ojos bellos inmensamente corrían las lágrimas cristalinas como diamantes sobre el mármol. Era tan dulce la expresión de la imagen, que conmovió el corazón endurecido de don Fermín, quien pensó en su madre muerta, por asociación de ideas, el único ser que lo había amado, y venía a su mente el recuerdo de escenas luctuosas y ejemplos vergonzosos: el padre, con su eterno deber, enloquecido, profiriendo maldiciones y llegando a la casa con mujeres desconocidas, que originaron la separación de la esposa del imposible hogar; poco después moría su madre, de abandono y miseria; así había transcurrido su vida de niño abandonado, de joven prematuramente adiestrado en el vicio, hasta hacer de él carne de presidio, de quien todo el mundo huía.
Quizás si su madre hubiera vivido siempre a su lado hubiera podido ser mejor. Recordaba sus frases: Pídele a la Virgen María cuando te veas en alguna pena. Se quedo viendo por segunda vez a la Virgen; también Ella se presentaba a sus ojos sufriente y dolorosa. No, Ella tampoco pertenecía a la clase de los felices y de los poderosos: lo pregonaban sus siete dagas atormentando el corazón maternal, puro como el de un niño. La oración subió casi sin pensar, los rezos continuaban, la Virgen en el muro seguía llorando.Dios te salve, María, llena eres de gracia. . .La oración, compuesta en su mitad por un ángel, y la otra el grito angustiado de la humanidad miserable inusitado, se levantó; tenía una sola idea; huir, huir hacia la taberna; sentía ya el escozor del vicio, la sed del bebedor, que solamente se apaga con más vino. Como un criminal que se esconde, así, con cautela, salió a los patios desiertos, puesto que toda la gente se congregaba en la iglesia. Legó a la puerta de salida e intentó abrirla. Imposible; las paredes estaban altas, y si se proponía escalarlas, corría el riesgo de matarse. ¿Qué hacer? Malhumorado volvió a su cuarto; de pronto sintió un dolor punzante en el estómago, mientras un sudor viscoso lo inundaba y, por último, un vómito de sangre lo acabó de postrar.
El estómago, con sus úlceras gravísimas como resultado de aquel beber de tantos años.Comprendió que su hora se aproximaba, la terrible hora de la justicia. Muriéndose, oyó ruido estruendoso, y entre el vértigo de su gravedad vió, como entre sueños, algo terrible y espantoso: unos monstruosos horribles lo cercaban, mirando fijamente con ojos sin párpados; sapos enormes, inmensos como elefantes, que tendían sus manos alargándolas hacia él; y entre tanto horror, culebras de tamaño descomunal. Volvió la vista a lo alto queriendo descansar de lo que veía en torno, y percibió unos animales indefinibles, con alas de murciélago, peludos, como con humana figura; todas las blasfemias pronunciadas por él se oían con una tenacidad de beodo; ahora la comprendía, las injurias, las maldiciones y, entre todo aquel horror, unas carcajadas siniestras y terribles.
Cuando ya casi desesperaba sintiéndose morir de espanto, vió algo deslumbrador. Todos aquellos horrores infernales se disiparon al paso de una luz suave; no, no eran los celajes del sol de aquella tarde que moría; era un resplandor de aurora que comenzó a invadir el aposento. Con aquel rosicler llegó también un perfume gratísimo e inefable; dijérase que la luz llevaba aromas que extendía por la sombras; luego en aleteo y después unas alas resplandecientes, nacaradas; por último, vió unos ángeles de hermosura supraterrena. Llevaba un túnico de tal modo lleno de luz, que no podía fijarse en él la vista, pues ofuscaba con su esplendor. Los ojos mansos, sublimes, infinitamente bellos del Cristo, se fijaron en el pobre agonizante, mientras un ángel que excedía en dignidad a los demás se arrodilló, y presentó un libro de letra menuda. Jesús fijó en él los ojos y San Miguel le dijo: - Señor. No hay en esta vida un rasgo de virtud; pero tu misericordia es infinita. Judica causam tuam . Jesús habló. Al instante que dejó de hablar se oyeron hacia lo lejos los mismo ruidos infernales; pero como alejados un poco, como en actitud expectante. Y cuando dios iba a pronunciar la sentencia inexorable, la Virgen de los Siete Puñales se animó.
La veía el pobre moribundo. Inclinó el cuerpo hacia delante y, emergiendo del cuadro, se acercó a Jesús. Respetuosamente se llegó a su Hijo en actitud de adorable y pronunció estas palabras con voz llena de ternura:- ¡Hijo mío! Ninguna acción buena ha hecho este pobre hombre en su vida; pero, ¡oh, mi Dios y Señor!, en estos momentos ha aclamado a mi maternal amor y a mi intercesión saludándome con las palabras del arcángel. Yo hago valer esa Ave María. Por tu amor infinito y único, por los fríos de Belén, por las cruentas persecuciones de Herodes, o por mi dolor inconmensurable, por tu pobre madre, transida de hambre, de miseria y de infortunio, me interceso por él.El hombre escuchaba asombrado y expectante. María no presentaba en aquel momento su aspecto de niña tímida; ahora era la madre que se imponía, poniendo en sus ojos bellos todo su empeño; el hombre atendía; hasta él llegaban aún los rezos de la iglesia. Hacia fuera ya era de noche y, sin embargo, en aquella habitación el día estaba en toda su refulgencia con la luz de Cristo.Jesús se levantó radiante, sublime, desbordante de magnificencia.
Al verlo incorporarse, el hombre se sentía empequeñecido, todo su ser se había anulado en una infantilidad suma; para qué hablaba, qué tenía que decir, si los ojos del Nazareno se fijaban en él suavemente, misericordiosamente, dulcemente.- Por mi Madre llena de gracia y de bendición, te concedo cinco años más en tu vida. Que esta misericordia mía te salve, hijo mío. . .Algo como inefable melodía inundó el ambiente; se percibieron los aleteos; poco a poco fue debilitándose la luz, y la obscuridad de pronto se enseñoreó de la estancia.Al salir los hermanos ejercitantes encontraron en el piso de la pieza a don Fermín, que yacían desangrado, inmóvil, en un profundo letargo, y todos lo reconocieron en seguida. Al instante lo acostaron en una cama y mandaron por el médico; se le prodigaron auxilios, pero hasta el día siguiente pudo recobrar la razón.Su primer deseo fue que le hablaran a su ilustrísima, el señor Obispo Arciga, que acudió solícito; con él estuvo toda la mañana, haciendo confesión general. ¿Qué le dijo? La cadena de su vida toda maldad. Al siguiente día comulgó y desde entonces fue el más austero de los penitentes.Pasó el tiempo. Don Fermín Hernández ya no era el mismo, todo el mundo se asombraba al verlo; estaba envejecido como si mucho hubiera vivido, pero otro al fin.
De ahí fue su existencia ejemplarísima; una vez un muchacho, por consejo de unos bebedores desairados, le aventó una piedra. Al recibirla, en medio del asombro de todos, tomó el proyectil y lo besó, siguiendo su camino sin inmutarse. Se pensó en una locura; pero desde aquel suceso trató siempre de hacer el bien. Al pasar por los templos se descubría lleno de veneración y prorrumpía en preces. Asceta, prescindió de toda compañía, viéndosele siempre donde había un dolor y con ansia deseaba servir a los demás hasta con lágrimas en los ojos.Corrió la leyenda del poco tiempo que le quedaba de vida, y entre el escarnio y entre la burla, a los cinco años justos de aquellos ejercicios del señor Obispo don Ignacio Arciga, una mañana se encontró muerto a don Fermín Hernández; algunos dijeron que por frío, los creyentes vieron confirmado el pronóstico. En la expresión de sus ojos se adivinaba una paz ultraterrena y sus labios sonreían. . .La Virgen de los Siete Puñales pertenece a la familia Casillas. ¡Cuánta razón tiene la Iglesia para apodar la María, REFUGIO DE LOS PECADORES!