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Doña Luz De Covarrubias

Una tarde lluviosa fui a visitar a una buena amiga: la vieja Antoñita. Hacía 30 años que estaba paralítica y se movía solamente merced a una silla pequeña de tule, que cambiaba de un lado a otro. Ya era muy anciana, pues desde que la conocí, los cabellos blancos santificaban su rostro pequeñito y sonriente, como las viejecitas de cera. Su cuarto era reducido, pero limpio. Afuera había aroma de plantas y dentro un olor fuerte a guayabas. Ella, con el fuego que produce el recuerdo, tan intenso entre los seniles que no viven más que por él, porque el mundo los relegó al olvido, me relató esta anécdota. ¡Ojalá pudiera contarla con el calor arcaico con que yo la oí!.
Allá por los años de 1810 y en plena guerra de Independencia, había en Salamanca, una familia Covarrubias, compuesta de una viuda y varios hijos, entre los que se encontraban doña María y doña Luz. Esta familia era acomodada y como descendían de españoles. Era notoria la belleza de las hijas. Ambas eran rubias con ojos de color turquí. Luz era maravillosamente hermosa. Su cutis transparente y níveo, su cuerpo modelado y esbelto. Dijérase una figura de porcelana delicadamente frágil. Poesía para adorno y marco del óvalo de su rostro, un cabello tan grande como un manto, y rubio como las espigas. El cabello se la comía , decía Antoñita. Por eso tal vez era su tez pálida como la de la Virgen del Viernes Santo.
Turbada la paz de aquellos por la pérdida del padre, vivían los Covarrubias con la placidez de esas épocas perfumadas de claustro monacal. Legó la guerra y con ella sus horrores.
La madre e hijos, a pesar de su apartamiento, eran partidarios de la insurrección; ¡cuál no sería su asombro al ver llegar ante la puerta de su casa un jefe realista. En un mañana en que éstos pasaban por el lugar!
Venía acompañado de mucha soldadesca y jugaba insolente en sus patillas al hablar con la señora de la casa.
- Me llevo a Luz, es muy hermosa. Vengo por ella.
la madre había estado lista para esconder a sus hijas. Dejó que el jefe aquel buscara por toda la casa, encomendándose a la Corte Celestial y alegando que Luz estaba en Celaya con unos parientes.
El soldado juró, pateó, renegó de no hallar nada, y así dijo:
La señora que muda y trómula esperaba la revancha, que debía ser cruel:
- Tenemos que estar en Santa Fe de Guanajuato hoy mismo; pero yo os juro que, así que deje acuarteladas las tropas, vendré por Luz. Será mía por la fuerza. Mañana estaré por ella; haced que venga, y si no, afrontaréis mis iras.
Y montando en su caballo, se alejó seguido de los suyos hasta perderse por el camino del mineral.
Así que se repusieron de aquel susto, y vueltos a reunir los miembros de la familia, todos pusiéronse infinitamente acongojados. Unos opinaban sacar a Luz aquella misma noche para la tierra caliente; otros, esconderla en tal o cual casa; otros, llebarla a un convento mientras se acababan las bullas; ¡pero cómo aventurarse por los caminos! La madre, piadosa en grado sumo, se entregó a sus oraciones.
-¡Qué se haga la voluntad de Dios! ¡A él entrego mi aficción y me pongo en sus manos!
Y por la noche, puestos de hinojos ante una vieja pintura de la Santa Virgen, ninguno escaseó mimos y ternuras par la celestial Señora; pero, sobre todas la voces, sobresalía la de la angustiada madre, que ponía su confianza en el Cielo.
- Lleváosla, Virgen Santísima. Leváosla. Por vuestro Divino hijo, ahorradme esta tribulación.
Y así oraron hasta que la cera puesta ante el viejo retablo se desangró extinta.
- Recogéos, hijos míos. Luz se quedará conmigo.
Y dirigiéndose a ésta, agregó:
- ¿Tienes miedo? ¿Tiemblas?
- Mucho miedo - articuló la joven.
-¡Que se haga la voluntad de Dios! -respondió la señora inclinando la frente.
Al día siguiente, como a las cuatro de la tarde, se dejó venir hacia la casa de los Covarrubias un pelotón de gachupines, en soberbios corceles que formaban nubes de polvo.
El jefe se acercó a la puerta, decidido a echarla entreabierta.
Al ruido de las espuelas y del tumulto salía la madre.
- Aquí estoy -le dijo el español -. Ahorremos palabras. ¿Dónde está Luz?
- Pasad, está lista y os aguarda.
Abrió una puerta y se hizo a un lado para dejar pasar al ibero. Este se detuvo en el umbral con el espanto retratado en su rostro.
Rodeada de macetas y flores, Luz, tendida, se encontraba muerta, con sus ojos azules entrecerrados, su piel de alabastro y sus cabellos que ña envolvían en un manto de oro, cobijando delicadamente su cuerpo virgen.
Quedó perplejo y mudo el español y al tronar los ojos a la madre, ésta dirigía sus miradas hacia la Virgen, plácidamente, tranquilamente, en expresión de infinito amor y arrobamiento generoso. Y fue tal la sonrisa de dicha que se escapaba de aquellos labios maternales, mientras de sus ojos corrían las lágrimas, era tan elocuente la expresión de aquel sufrimiento, que con toda el alma respiraba gratitud, que el español, en un impulso, tomó la mano de la señora y depositó en ella un beso, al mismo tiempo que musitó quedamente:
- Perdón, señora. Perdonadme.
Y dando órdenes salió con sus soldados.
Así me platicó la vieja Antoñita y me despedí conmovido. Hubiera querido saber más; pero ya era muy tarde. Fue la última vez que la vi, pues por esos días llegó la muerte y se llevó su flaco cuerpecillo y sus narraciones cautivadoras. ¡Con cuánta melancolía rememoro aquella tarde lluviosa, en que, con olor de sales hacia fuera y dentro un perfume de guayabas, escuché la historia de la muerta de ensueño.
Quizá si en lugar del español hubiera llegado el que ella guardaba por las noches y hubiera besado sus labios helados, tal vez se habría alzado de la tumba, resucitada por el amor, como en los cuentos azules de las hadas.

LEYENDAS DE GUANAJUATO

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